Seguridad Hemisférica y Derechos Humanos Inc.
El reciente robo de las elecciones Venezolanas con el acto nulo de toma de posesión realizado por el dictador Nicolás Maduro, en medio del secuestro exprés a María Corina Machado, ha potenciado el debate regional sobre el uso de la fuerza para acabar con la tiranía y ha convencido a buena parte del público sobre su necesidad.
Mientras que la extrema izquierda de Gustavo Petro propone fórmulas de “Paz Política” y otras jurídicamente inviables como una amnistía de alcance internacional por los crímenes de lesa humanidad cometidos por Maduro y Cabello, otros actores dentro y fuera de Venezuela piden la intervención de fuerzas regulares internacionales invocando el deber internacional de proteger derechos humanos.
Más recientemente se viene comentando otra posibilidad: la de contratar los servicios privados de seguridad ofrecidos por firmas como la Norteamericana Blackwater, para capturar y extraer a los usurpadores ahora que no hay duda de que han perdido la inmunidad diplomática. Esta opción no sería nueva en territorio venezolano, pues la firma Rusa Wagner lleva varios años en el país caribeño; ha sido presentada además como una opción justificada en clave libertaria y de mercado; e incluso es permitida por ambas constituciones venezolanas, la del 98 y la del 61.
Antes de la Segunda Guerra Mundial, el derecho de hacer la guerra correspondía a cada estado y hacía parte del concepto de soberanía: un estado se concretaba y se distinguía, entre otros factores, por ser una institución capaz de declarar y llevar a cabo una guerra. El problema con esta tesis es que cualquier estado podía declarar la guerra a otro por cualquier motivo, y si bien Santo Tomás de Aquino fue el primero en crear una doctrina de guerra justa, lo cierto es que dicha doctrina nunca tuvo un poder vinculante entre los estados, y los conflictos internacionales pulularon por toda Europa hasta llegar al horror de las dos guerras mundiales del siglo pasado.
La vieja doctrina del derecho a la guerra cambió con el fin de la Segunda Guerra Mundial. En adelante, un estado-nación sólo podría declarar una guerra y hacer uso de la fuerza con la aprobación del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, conformado por las potencias ganadoras, las cuales cada una tiene derecho de vetar cualquier iniciativa contraria a sus intereses. Este esquema ha traído cierta paz al mundo, pero ha resultado problemático en el sentido de que las principales potencias del Consejo de Seguridad tienen el peso fáctico suficiente para saltarse el mecanismo cuando así lo quieren. Estados Unidos lo hizo en su invasión a Irak y Afganistán, y Rusia hizo lo mismo frente a Ucrania.
De otro lado, la doctrina de Naciones Unidas sobe el uso de la fuerza, junto con otras figuras jurídicas internacionales como el delito de agresión -que consiste en pertrecharse, prepararse e iniciar una conflicto internacional-, han mostrado ser problemáticas en el sentido de que impiden a las naciones libres y democráticas de la periferia intervenir con sus ejércitos regulares en un tercer país para proteger a sus habitantes y sus derechos humanos. Una propuesta de intervención a favor del pueblo venezolano sería inmediatamente vetada por Rusia y por China en el Consejo de Seguridad. Y en contraste con las grandes potencias, un estado hispanoamericano difícilmente podría saltarse al Consejo de Seguridad de la ONU sin consecuencias. El delito de agresión, además, siempre será una herramienta de guerra jurídica (lawfare) disponible para los grupos de izquierda como el grupo de Puebla, que son ávidos usuarios del litigio estratégico internacional. Todo ello es agravado por el momento político de la principal potencia hemisférica, Estados Unidos, que eligió a un presidente que no gusta de las intervenciones militares en el exterior y propone una reconfiguración multipolar de la geopolítica internacional.
Así las cosas, resulta paradójico que la doctrina internacional vigente sobre el derecho a hacer la guerra le impide a los estados nación proteger directamente los derechos humanos con una intervención de sus fuerzas militares regulares, pero no impide que se haga a través de un ejército privado. Se trata de algo así como la privatización internacional no advertida de la defensa militar de los derechos humanos. La doctrina vigente deja atados de pies y manos a, por ejemplo, Argentina y Estados Unidos que tienen a varios ciudadanos suyos secuestrados por la dictadura. También deja maniatada a Colombia, que recibe ataques de grupos irregulares que se refugian en Venezuela al amparo de un narcorégimen, cuyos funcionarios incluso han amenazado con bombardear barrios residenciales en Bogotá, y por supuesto, deja maniatados a los propios Venezolanos. En suma, la doctrina de Naciones Unidas obliga a las naciones más directamente afectadas por los desafueros de Chávez, Maduro y Cabello, a abstenerse de usar la fuerza militar regular allí donde hace menos de ochenta años hubiera sido legítimo hacerlo.
Y sin embargo, la doctrina del derecho a la guerra de Naciones Unidas no impide que el presidente constitucional de Venezuela, Edmundo Gonzalez, utilice un ejército privado para recuperar su libertad. Este grupo privado, que bien podría incorporar elementos nacionales, debe observar, eso sí, las normas del DIH y Derechos Humanos durante sus operaciones, principalmente distinguiendo civiles de combatientes. Es decir, debe observar el Ius in Bellum, el derecho EN la guerra, pero nada le impide a los venezolanos contratar a grupos privados para ejercer su Ius Ad Bellum; su derecho a iniciar una operación militar legítima por la restauración de la Democracia. De hecho, desde un punto de vista pragmático, político y jurídico, parece ser el único camino.
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